¡No hay nada de que disculparse, Sr. Akin! Y por lo otro no se preocupe, que todos tenemos algún punto flaco en el que debemos disimular o así. Que seguro que hasta doña Descalza se pone chancletas de vez en cuando haciendo traición a su nombre.
A mí lo del Samaín me da, más que cabreo, pena. Pensando sobre todo en los niños y mozos de escuela e instituto. A ver si me explico con brevedad.
Yo no conozco el Samhaim original en profundidad. No lo conozco bien, pero algo he leído, sobre todo de mano de Le Roux y Guyonvarc'h (ella ha muerto hace unos años), la pareja bretona, profesores en Rennes, que creo son los que mejor estudiaron hasta ahora los aspectos calendáricos y festivos de las sociedades celtas.
Como hablo de memoria puedo meter la pata, e incluso es seguro que la meta, pues mi cabeza, que ya de por sí no es buena, hace tiempo que no navega por esos derroteros. Pero en mi recuerdo está que el Samhain era cosa seria, muy seria. Nada de fiestecita chorras, ni calaveras de enemigos, ni de pintar o decorar las casas con motivos terroríficos, ni cojonadas similares como las que llenan las páginas de plumíferos galaicos dispuestos a tragarse lo que les echen y a firmarlo como si fuese de su autoría. No, el Samhaim era una de las cuatro fiestas que articulaban el año y la vida de las sociedades; y si bien no me atrevo a afirmar que fuese la mayor, sí creo no mentir al decir que no era la menor. Fiesta bélica, de exaltación y reproducción de una sociedad guerrera, con el gran banquete ritual, excesivo, de los señores de la guerra, reunidos en Tara, pero con la novedad de la participación plena de los druidas, ese cuerpo sacerdotal y soberano en el que residían las esencias de la sociedad irlandesa. Gran reunión, asamblea, en la que se renovaba la vida de Irlanda, en la que se moría todo y todo nacía de nuevo. Y el fuego. El fuego, todo el fuego como centro. Fuego en hogueras por doquier, y fuego nuevo que, como más tarde en la fiesta del verano, servía para renovar todos los fuegos de todos los hogares. Y la muerte, la presencia del Sid, el mundo del más allá, de los que habitan bajo las mámoas (sí, también en Irlanda hay mámoas), de los antepasados, que pueden entrar y llevarse a célebres guerreros si han cometido graves infracciones al código del honor, o sacrilegio, o guerra injusta, o delitos de gravedad similar.
Todo muy apelotonado, de memoria y seguro que con errores, pero por ahí va la cosa. Es una fiesta simbólica, profundamente simbólica, metida hasta el tuétano en los irlandeses de entonces. Algo así como supongo serían la navidad o la semana santa para los profundamente cristianos.
¿Y qué hacemos aquí? Trivializarla, perralleirizarla, convertirla en una parodia del Halloween de Hollywood al que al mismo tiempo se critica. Niños vaciando calabazas, en fila de a dos, a la orden precisa de su maestra, por su parte encantada "¿Has visto qué calavera tan mona ha hecho Jeshica? Y la de Jonathan tampoco está mal. ¡Haz un poco más grande ese ojo, Christian!".
Domesticación por la escuela y el estado, supresión de lo profundo, de lo complejo. Transformación de la riqueza del erotismo en el objetivo macro, trivial y grosero, de la pornografía. Pura mierda.
¿Y las cabazas? Como ya le digo, no sé de dónde viene esa costumbre (sé que la hubo, también en Coruña, porque siendo yo bien niño mi abuela me hizo una calavera con una calabaza pequeñita, con vela y todo, y me contó que cuando era niña las hacían por la calle de la Torre, donde ella vivía; mi abuela hoy tendría algo más de un siglo si viviese, ergo estamos hablando de comienzos del XX). Desde luego, no era una costumbre de clases altas, sino de pueblo rural y parcialmente urbano. Más concretamente, de niños de aldea y barrios populares. De niños, no de maestros. De niños sueltos, a su bola, creativos, que se organizaban para montarse la fiesta como lo hacían para jugar a las bolas, a las chapas, al ché, a la buxaina y a tantas otras cosas de forma estacional, compleja, con su propio mercado de valores, con sus líderes y su organización política territorial, en espacios y bandas bien definidos... todo ello al margen de los adultos, de forma libre. Los chavales montaban sus calabazas y se dedicaban a ir a los lugares oscuros a acojonar al personal que por ellos transitaba. Acto de transgresión del orden habitual, de gamberrismo si se quiere. Pero acto que revelaba fuerza vital de la sociedad.
"¡Yolanda, Laura, no cortéis la tapa tan grande!". Igualito que hoy.
¿Se emplea en las escuelas el puto y falso Samaín para profundizar en la astronomía, en los movimientos del planeta que marcan el verano y el invierno? ¿Para provocar la curiosidad por la calabaza, su historia, su cultivo, su uso culinario e industrial, su simbolismo? ¿Para estudiar la sociedad de los abuelos vivos que todavía vivieron de niños la tradición auténtica? ¿Para estudiar, si se quiere, los pueblos prerromanos?
Mucho me temo que de un asunto tan rico sólo nos quedan unos escolares haciendo calabazas con agujeritos, como la Pequeña Lulú, pero con maestros. Y una preciosa exposición de tan tradicional y tan celta trabajo manual, a ser posible sobre una mesa con caballetes y mantel blanco de papel reciclado.
Es que todo esto me recuerda a una maestra amiga mía, muy progresista ella, a la que, cuando salió el famoso Pelegrín y todos nos echábamos a dios, no se le ocurrió mejor cosa que disfrazar a todos sus alumnos de preescolar de Pelegrines y hacerlos desfilar de dos en fondo. ¡Qué espanto! Y sin embargo estaba señalando a la perfección el rumbo que siguió Galicia desde entonces. No sé si ya lo seguía allá cuando los celtas irlandeses celebraban el Samhain original. Es posible que sí. Sea como sea, yo quedé traumatizado, y todavía no se me pasó.
¿Y Galicia? Bien, gracias.
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